Por: Clyde Soto y Rocco Carbone
Hace falta observar detenidamente el proceso judicial
al caso Curuguaty para entender lo que está pasando. El caso Curuguaty condensa
la historia política del Paraguay, su coloniaje, su modelo económico
dependiente y concentrador de las riquezas, su política corrupta, su matriz
autoritaria. Es un caso que habla con detalles sobre el principal problema del
país, el de las tierras concentradas y malhabidas, a costa de la expulsión del
campesinado dedicado a la agricultura a escala humana (no la sojera y
agroexportadora). Y su proceso judicial, el que está siendo desarrollado, dice
todo sobre cómo funciona el sistema de (in)justicia en Paraguay.
Primero: dice sobre el uso del sistema penal de manera
perversa, para perseguir a quienes molestan, sin que importen en absoluto
culpabilidades o inocencias. El proceso al caso Curuguaty fue armado porque así
convenía a quienes idearon la masacre de Marina Kue y su desenlace político.
Necesitaban culpables, y los campesinos y campesinas presentes en el lugar de
la masacre (o apenas con nombres borrosos en una lista anotada a lápiz en un
cuaderno que se cayó al agua y se perdió, por lo que ya ni siquiera existe como
supuesta prueba) eran las víctimas propicias. Esto que pasa con ellos, es un
patrón de actuación estatal en Paraguay que funciona siempre de la misma manera:
a quien molesta –o si conviene a alguien con poder– se le manda a proceso penal
para taparle la boca. Y el sistema de (in)justicia no hace nada para evitarlo.
No hace nada porque es cómplice y operador; porque ideológica/sicológicamente
responde a una articulación social en la que el campesinado está situado fuera
de los márgenes ciudadanos: si te despojo o te niego tu ciudadanía o tu
humanidad, puedo hacerte lo que quiero; sobre todo si soy el poder. Lo
mismo pasa con el mundo indígena: basta ver el degrado del Instituto Paraguayo
del Indígena para entender esto que señalamos. Entonces: la matriz del sistema
judicial paraguayo es un sistema de injusticia, pues la justicia vale sólo para
algunos. Ahí está una marca nítida del autoritarismo de “antaño”. En Paraguay
el poder del Estado aún no se ha democratizado. No hay políticas públicas
centradas en los derechos sino en los privilegios. El Estado –sobre todo, pero
no solamente, cuando es operado por gobiernos colorados– no es una máquina para
servir sino una máquina para matar: real o simbólicamente.
Segundo: este proceso muestra cómo el sistema judicial
está preso de un conjunto de actores que van cambiando de roles para asegurar
la impunidad y la injusticia, en vinculación con intereses políticos. Y aquí
recordemos a Jalil Rachid, fiscal de la causa, hijo de uno de los máximos
dirigentes del Partido Colorado y con cercanía a otro líder del mismo partido,
Blas N. Riquelme, ya fallecido, dueño de la empresa Campos Morombí –la que
usurpa y pretende quedarse con las tierras de Marina Kue, donde ocurrió la
masacre que da origen al caso Curuguaty–. Nunca se aceptó su recusación como
responsable de investigar la masacre de Marina Kue. Y también recordemos a José
Dolores Benítez, el primer juez de garantías que debía decidir si mandaba o no
a juicio a lxs campesinxs, quien fue apartado de la causa debido a que ya antes
tomó parte en el proceso que permitió la usurpación de Marina Kue. Es decir,
fue uno de los que tejió el ropaje legal para que Campos Morombí se apropie
indebidamente de las tierras donde ocurrió la masacre. Para terminar su obra,
entró luego al ruedo como juez de garantías, y fue suplantado por Janine Ríos,
jueza que simplemente se dedicó a concluir el trabajo iniciado por (José)
Dolores: en octubre de 2013 envió la causa en contra de los campesinos a juicio
oral y público.
Como piezas de ajedrez, entran al campo de juego
diferentes actores con cargos judiciales que aseguran la injusticia. El
tribunal que juzga el caso Curuguaty está constituido por Ramón Trinidad
Zelaya, Samuel Silvero y Benito Ramón González. Vaya casualidad:
dos de ellos, junto con Arminda Alfonso, quien es suplente para el juicio
actual, integraron el tribunal que en 2014 condenó a Rubén Villalba a siete
años de prisión, en otro proceso injusto y arbitrario, cuyo objetivo fue dejar
a Villalba en Tacumbú, como sigue hasta ahora mientras se le juzga por el caso
Curuguaty. Cuatro de sus compañeros obtuvieron arresto domiciliario luego de
una huelga de hambre de dos meses, pero a Rubén lo llevaron de vuelta a Tacumbú
y le resucitaron una causa dormida, llevada de manera exprés por los jueces
mencionados. En fin: lo exprés en Paraguay para ciertos acontecimientos es una
constante: golpe exprés, causa exprés. Pero:Curuguaty no exprés.
Hay más: una de las juezas que constituyó el tribunal
de apelación que denegó la primera recusación al tribunal de Curuguaty
(interpuesta por el abogado Víctor Azuaga) fue Silvia Cuevas Ovelar, también
recusada –recusación también denegada– por haber sido parte de la orden de
arrasamiento de la comunidad indígena Y’apo, en mayo de 2014, para favorecer a
otra empresa privada (Laguna S.A.) que se apropió del territorio ancestral del
pueblo Ava Guaraní. ¿No es por lo menos sospechoso que jueguen
los mismos actores en el despojo de las tierras y en la criminalización y
expulsión de campesinos e indígenas de sus tierras? Es sospechoso: sí. Y por
eso hay un patrón. Subjetividades que funcionan sistemáticamente frente a
escenarios parecidos y que tienen libretos confeccionados que en realidad son
manuales de operaciones.
Y más: una nueva recusación al tribunal, esta vez del
abogado Pablo Aguayo, fue rechazada con velocidad exprés, apenas en horas, por
un tribunal de apelación constituido en tiempo récord e integrado por Carlos
Domínguez, Guillermo Zillich y María Belén Agüero. Pues bien, el juez Guillermo
Zillich ya había actuado en la causa al caso Curuguaty desde el mismo 15 de
junio de 2012, día de la matanza, como agente fiscal coadyuvante de la entonces
fiscala Ninfa Aguilar. Ésta fue responsable de la orden de allanamiento que dio
origen a la masacre de Marina Kue y, además, la primera fiscala encargada de la
investigación, luego apartada de la causa y remplazada por Jalil Rachid.
Zillich, obviamente, niega que el haber sido antes acusador le inhabilite hoy
como juez (ver hoy:
http://www.ultimahora.com/zillich-alega-que-no-tiene-causales-inhibicion-n928264.html).
Es un vaivén: aparecen las mismas piezas, pero no
siempre las reconocemos, porque cambian de posición. Se borran como peones y al
rato vuelven como alfiles. Pero siempre apuntan a lo mismo: a favor de quienes
usurpan tierras y en contra de las personas pobres sometidas de manera
arbitraria a procesos penales. Apuntan hacia la injusticia. Lo que decíamos antes:
ideológica/sicológicamente responden a una articulación social en la que el
campesinado está situado fuera de los márgenes ciudadanos.
Tercero: el proceso al caso Curuguaty muestra al
sistema de (in)justicia como una herramienta de dominación cultural y política,
heredera del coloniaje del que es fruto el Paraguay. Por eso el juicio es en
castellano, por eso no se cumple la ley de procedimientos penales asignando un
intérprete. Por eso el juez Ramón Trinidad Zelaya, presidente del Tribunal,
minimizó el problema que representa para campesinos paraguayos ser juzgados en
castellano y pretendió que continúe el juicio por no considerar grave
la falta procesal. Por eso dos de los medios de comunicación empresariales
(ABC y Última Hora) calificaron de simple “chicana” la
solicitud de que se cumpla la disposición del propio juez –a solicitud de la
defensa– sobre la inclusión de intérpretes en el juicio. Que el juicio se
realice en guaraní es un derecho fundamental básico: expresa el derecho a
entender de qué se te acusa y a defenderte de esas acusaciones. De todos modos,
aunque el juicio se realizara el guaraní no garantizaría de por sí otra cosa,
totalmente central: que el Derecho, dentro de sí mismo, tiene cifrada una
posición de clase e ideológica de esos mismos sectores –o sus herederos por
asimilación y aculturación– que vienen perjudicando al campesinado paraguayo,
desde antes de la propia constitución del Paraguay como país independiente. Que
son los mismos sectores que se atribuyen el derecho a decodificar el Derecho
–porque finalmente lo escribieron–, que es interpretarlo.
El proceso judicial al caso Curuguaty se suspende reiteradamente –siete
veces hasta la fecha– porque hay gente –campesina, ciudadana– que
resiste ante la emboscada de la injusticia: que no se resigna a ser condenada
desde la lógica de la arbitrariedad.