Invasión, territorio campesino y la tradición de los oprimidos
La reciente imputación y orden de detención en contra de Martina Paredes, Mariano Castro y Darío Acosta, familiares de las víctimas campesinas de la masacre de Marina kue, tras haber realizado una siembra simbólica en las tierras, nos devuelve a la pregunta que hasta ahora el sistema judicial paraguayo se niega a responder: ¿de quién es la tierra?
Identificando al invasor
Los Riquelme o su empresa Campos Morombi carecen de derechos sobre esas tierras, incluso bajo la generosa sombra del Código Civil paraguayo. No se trata de un título trucho. Directamente no hay tal título. Si la ley se aplicara por igual, los Riquelme y sus secuaces del directorio de Campos Morombi deberían ser los primeros imputados.
El proceso judicial fraudulento por el que intentaron adueñarse les salió mal, porque no hay crimen perfecto. En la zona del Canindeyú escuché decir a un sojero que a un juez lo compran por un kilo de galleta y a un fiscal por uno de coquito. Imposible no imaginarnos a cierto juez pasando a retirar su kilo de galleta acreditado por el dueño del supermercado. El caso sigue pendiente de resolución por parte de la Corte Suprema de Justicia, instancia que no se expidió hasta ahora en las demandas presentadas por el Estado para anular el fraude de los jueces de Curuguaty.
La nueva imputación no significa que se haya resuelto algo mientras tanto. Nomás es el crujir de la vieja máquina represiva que nuevamente se ha echado a andar. Marina kue es un caso excepcional y sin precedentes en muchos sentidos que lo hacen singular. Pero, siendo como es, una suma de todas las injusticias que se abaten sobre los campesinos, es a la vez un caso igual a todos: Ñakunday, Marakana, Laterza kue, Tekojoja, Tapirakuãi Lóma, Crecencio González, Hugua Ñandu, María La Esperanza, Arroyito, Luz Bella y un largo etc. Marina kue es otra comunidad campesina atacada en el marco del plan sistemático que busca desplazarlas para apropiarse de sus territorios. Todo un proceso reorganizador de la sociedad que conlleva desocupar el campo de población campesina para dejar el interior vacío, lleno de cultivos transgénicos mecanizados y ganado. En un país en el que hace veinte años más de la mitad de la población era rural.
Criminalización y control social
Definir qué conducta es delito es una decisión política. Definir a quién se persigue también. En países antidemocráticos, las leyes penales son una expresión de los intereses que la clase dominante protege mediante la apariencia de la legitimidad pública. Hasta 1997, por ejemplo, cerrar una ruta como forma de protesta no era punible. Desde el 2010, esa conducta puede ser penada como terrorismo: 30 años de prisión. La invasión de inmueble hasta 1997 se sancionaba con una pena nimia que se sustituía por multa. Claramente no fue suficiente, el Código Penal nuevo lo sancionó con pena de prisión de hasta dos años. Como siguió siendo insuficiente, desde el 2009 la pena puede ser hasta cinco años.
Estas innovaciones generaron niveles de procesamiento penal de campesinos y campesinas sin precedentes en todo el periodo anterior. No hay datos continuos, pero un trabajo publicado por la ONG Base IS nos da una muestra importante: entre agosto de 2008 a diciembre de 2009, entre 22 fiscales de zonas rurales detuvieron a 1050 campesinos, imputando por invasión y otros delitos a 333. La fiscala Lilian Ruiz encabeza el ranking de detenciones (223), en tanto su colega Troadio Galeano se lleva el record en imputaciones (102).[1]
La idea, sin embargo, no es meter a las personas en la cárcel, posibilidad que de todos modos está latente. Casi ningún caso llega a juicio. El proceso penal se justifica por el proceso en sí mismo, no por la condena. Se trata de tener a la mayor cantidad posible de militantes sociales sujetos a las medidas de control estatal represivo que reemplazan a la prisión. Y puede ser hasta por cuatro años, que es lo que dura un proceso penal sin resultado. Es una estrategia de represión de bajo costo, funcional al plan de desplazar comunidades.
En un caso que me cupo acompañar, los 19 campesinos imputados bajo el cargo de invasión por Ninfa Aguilar –¡qué casualidad dónde la volvemos a encontrar a la fiscala de la masacre de Marina kue!– soportaron medidas alternativas de prisión que, entre otras, incluían “la prohibición de reunirse, asociarse o formar parte de cualquier nucleación que tenga por finalidad incitar, instigar a la violación o quebrantamiento de la propiedad privada”. En otro caso, donde me tocó ser el abogado, la condena de dos años por invasión fue suspendida a condición de un arresto domiciliario y que el dirigente campesino cumpliera la “prohibición de asistir a reuniones donde se aglutinen más de tres personas”.
Probado su éxito en el campo, la estrategia empieza a ensayarse en la ciudad: los casos de los sindicalistas de la ANDE en la marcha contra la Ley de APP, de Alejandro Ríos del Bañado y de los cuatro imputados de la marcha contra la suba del pasaje del pasado 3 de enero, anticipan que el dispositivo se está mudando. Cuando sancionen la ley del grillete electrónico (con media sanción en Diputados), sabrán dónde están y a dónde van los imputados, a qué hora salen de sus casas y con quiénes se reúnen, si acaso se juntan entre varias personas que tengan el grillete. Cada uno será su propio pyrague.
Un país en el que las prioridades públicas se definen desde una posición de privilegio no es una democracia, es una dictadura. Tampoco es una democracia un país en donde el dispositivo de su diseño institucional, previsto para proteger los derechos de las personas, es el que se encarga de violarlos. La experiencia campesina, llámese Marina kue, Tacuati Poty o la que sea, nos debe llevar a hacernos cargo de “latradición de los oprimidos que nos enseña que el estado de excepción en el que vivimos es la regla” (Walter Benjamin). Un paso básico para redefinir nuestra posición de lucha, el sentido de la participación electoral y la lógica de apoyo mutuo que debe presidir nuestras alianzas.
Nota:
[1] Palau, Marielle (coord.), 2012, Criminalización de la lucha campesina, Base Investigaciones Sociales, Asunción.
Hugo Valiente es abogado. Fue coordinador del equipo de investigación del Informe de Derechos Humanos sobre el caso Marina kue.
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